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(foto: atlantico.net) |
Pese a que normalmente narro estos eventos desde la imparcialidad, en momentos así me es inevitable el dejar asomar mis colores a través del relato. Desde bien pequeño mi padre me ligó -tal vez más queriendo que sin querer- a ese campo luminoso de azul celeste que tanto circundaba con el coche en mis noches de llantos e insomnio. Desde entonces seguramente estaba sentenciado a acabar portando su insignia con orgullo. Creo que sobra decir que así ha sido.
Otro de esos culpables, directa o indirectamente, seguramente fue ese canterano que se presentó ante el glorioso Alavés con más goles que palabras. De ese despropósito de temporada muchos nos quedamos con el desenlace. A mí, personalmente, me entusiasma el esbozo que tengo en mi mente de aquella carrera que me pegué desde el bar hasta mi casa sólo para contárselo a mi padre. Pero si existe una imagen que permaneció grabada en el ideario olívico fue la de él. Fatídico a la par que magnífico, Iago Aspas cubría su nombre de épica.
Una épica a la que el equipo acudió durante esta última semana. Lejano a los triunfos de antaño, el Celta de Vigo se volvió un equipo de horrores y barbarie en cuanto a lo futbolístico durante esta temporada. Tras conocer el triunfo sólo una vez en 2019 y posicionarse peligrosamente en los puestos del estrépito se hizo un llamado durante las últimas fechas a una reconquista. Una resistencia que la ciudad de Vigo ya hubo logrado en los tiempos de Napoleón, pero que esta vez tenía un color indiscutiblemente celeste.
Una jornada así está desde un principio plagada de simbolismo. En primer lugar, porque el envite sería contra el Villarreal, que se situaba decimoséptimo en la tabla y marcaba la plaza de la salvación. En segundo lugar, porque después de tres meses fuera regresaba el héroe. Era el ansiado retorno de aquel que blande la espada y dicta sentencia sobre el césped. Así se explica que el llamado fuese tan fructuoso y que hubiese una respuesta tan visceral y masiva por parte de la gente.
Balaídos se llenó, desde los aledaños hasta la propia grada. No obstante, el partido en un principio no respondió a lo que se aguardaba. La defensa, que tantas carencias mostró durante estas dos últimas temporadas, en 15 minutos concedió 2 goles a sus rivales. La gesta debería ser aún mayor si el Celta quería mantener vivas sus posibilidades de salvación. La respuesta no llegaba, pese a que al descanso el juego de los locales fue bastante aceptable.
Sería en los otros 45 minutos que se produciría una de las mayores demostraciones de valor que jamás haya visto yo en este deporte. A los cinco minutos de volver al campo Aspas ya había devuelto el aliento de todo el celtismo con un golpeo de falta. Minutos después sería el debutante Lucas Olaza -quien por cierto hizo un gran partido-. Después de un formidable pase de Hoedt el uruguayo centraría un balón a Maxi Gómez para que pusiese las tablas al partido. Lo imposible de pronto era posible, cuando ya se daba todo por perdido.
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Adoración mutua. (foto: Óscar Vázquez//La Voz de Galicia) |
Casi en el desenlace, el propio Aspas iniciaría la jugada más clave del encuentro. Un tres contra dos que concluiría con un penalti a favor de los locales y que, cómo no, el príncipe finiquitaría con la ansiada remontada. Después de eso, el éxtasis, la esperanza. La felicidad más pura de quien se veía en Segunda y de quien ahora se ve aún en pie de guerra. Todo lo inimaginable y más en un segundo, tras la remontada más sufrida hasta la fecha. Y al día siguiente, a pensar en Huesca y en volver a ganar la semana siguiente.
Aún sin haber logrado la permanencia y con partidos por jugar, esta jornada es historia para el Celta. Sólo seis veces se remontó un 0-2 en contra en Balaídos, y tuvo que ser esta última con el retorno del hombre que tanta magia ha brindado al periplo celtiña. Con todo en nuestra contra y el hundimiento en los talones. Pasando del pozo al gozo. De la desesperación a la locura. Todo gracias a un chaval de Moaña que ayer volvió a demostrarnos la épica de su narrativa.
Una épica que le persiguió años antes contra el Espanyol, en cada uno de sus Zarras y en sus goles de Mundial. Es gracias a ese ímpetu, que escapa a todo vocablo, que lo acabaron elevando a la nobleza y otorgándole el título de Príncipe de las bateas. Un ímpetu que él volvió a sentir ayer al sentarse en el banquillo, después de recibir la mayor de las ovaciones y romper a llorar por un equipo. Lágrimas compartidas, por él y por los que lo vivimos. Lágrimas que llevo desde pequeño alrededor de ese estadio...
Lágrimas por un príncipe de sangre celeste.
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