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Cunningham entrando al césped del Bernabéu, con Del Bosque en el fondo. (foto: Football Whispers) |
Pocas cosas se han
de comparar al plantarse ante un repleto patio de butacas. El ofrecerse a
formar parte de esa gran mezcolanza de sensaciones que culminan en el premio
más sincero al divertimento: el aplauso. Ese vitoreo entre palmas que
consecuentemente se hace menos significativo. Un acto de agradecimiento pagano,
al fin y al cabo, al que se avocan los recuerdos y los personajes. Recuerdos
como el de Serge Chaloff, quien murió de joven, pero respaldado por el éxito
del mejor saxofón que se recuerde en todo Massachusetts. Alguien digno de
loanza, después de todo.
Si hablo de Chaloff
es porque en el fútbol las palmas son un elemento también indispensable. Estás
constituyen una palabra clave en el diálogo entre la afición y la escuadra
respaldada. Cuando culmina una buena acción, la grada se encarga de mostrar su
aprobación mediante el ondeante sonido de miles de manos cómplices. Se vitorean
las sustituciones cuando el que se va tuvo un buen desempeño, al igual que
también se aplaude para dar fuerzas mediante el cántico. Uno es coronado como
héroe por ese sonido. Más todavía cuando proviene del espectador del equipo
rival. Casos raros estos últimos, pero que bastan para medir la magnitud del
genio.
Momentos así pasan a
la posteridad. La noche en la que Cristiano Ronaldo sobrevoló Turín o el derbi
en el que Ronaldinho hizo del Bernabéu su salón de baile. Todos en cierto modo
son recordados por las palmas que suscitaron a sus contrarios. Sin embargo, uno
de estos casos despierta una triste nostalgia por la sombra que lo recubre. Era
10 de febrero de 1980 cuando la Perla Negra
decidió hacerse inmortal. La tragedia quizá empequeñeció aquel proclamamiento,
pero los que se acuerdan de un tal Laurence Cunningham también saben de las
palmas hizo dar al Camp Nou en esa fecha.
Cunningham era uno
de esos nombres que rezuman encanto y pena de por sí. En este caso, hablar de Laurie era hablar de velocidad y carácter. De
piel negra pero con huella de héroe. De un hombre que en aquella época sacaba
los córners con el exterior de su pie. Atributos que le sirvieron al extremo
inglés para ser futbolista profesional. Aunque su andadura empezó en el Leyton
Orient, donde se haría grande es en The Hawthorns junto al West Bromwich
Albion. Eran finales de los años 70, justo antes del boom del fútbol inglés en Europa. Allí, junto a dos otros
delanteros de tez oscura como Cyrille Regis y Brendon Batson consiguió alzar a
los Baggies hasta la segunda plaza de la
First Division. Un acto casi revolucionario teniendo en cuenta lo vestigios del
racismo en la sociedad inglesa de por aquel entonces.
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Su nombre está escrito en letras de oro en el feudo Baggie. (foto: birminghammail.com) |
Se puede decir
también que las heroicidades de un pionero como él tuvieron lugar en Wembley.
Laurie fue el primero de muchos jugadores negros en pasar por todas las
categorías de la selección inglesa. Ya no sólo maravillaba a Inglaterra, sino
que el mundo comenzaba a saber de su habilidad. Por ello quizá Vujadin Boskov
decidió traérselo en 1979 al Madrid de los García. Ese verano la Perla Negra se vestía de blanco como el
fichaje más caro de su historia. Laurie comenzaba de este modo sus últimos
capítulos en el libro de la gloria.
Su primera temporada
fue brillante. En la 79-80 los de Chamartín se llevaron la Liga y Cunningham
dejó para el recuerdo ese derbi en el Camp Nou. Una exhibición que supuso sin
duda alguna el punto más brillante de su carrera. Dos goles regaló a los merengues
en aquel encuentro y los aplausos del coliseo pagano. Una victoria que
seguramente valió el título de Liga ante la Real Sociedad de López Ufarte y los invictos, pero que fue el punto exacto en
el que la Perla Negra comenzó a perder
su brillo.
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Cunningham voló más alto que nadie el 10 de febrero de 1980. (foto: aguantenche.com) |
Las lesiones fueron
el principal talón de Aquiles de un jugador que pudo haber marcado una época.
No se perdió la final de la Copa de Europa del 81 ante el Liverpool, pero lo
que sí que se perdió junto a toda aquella generación merengue fue el título. El
gol de Alan Kennedy fue, desafortunadamente, de lo poco que pudo contemplar
Laurie en los terrenos de juego aquel año. Mas si en aquella temporada había
jugado poco, en la siguiente ni se le recordó. Ocho partidos fueron los que
disputó perseguido por las lesiones. El Real Madrid lo traspasaría en el
próximo mercado.
A partir de aquí,
tanto su rendimiento como sus destinos fueron difusos e inconsistentes. Tras
otro año de ausencias en el Manchester United, llegaría de vuelta a España
gracias a un viejo conocido en el banquillo como Boskov, esta vez con los
colores del Sporting de Gijón. Un año en el que sí que tuvo continuidad, pero
con un juego mediocre. En el curso siguiente pareció haber recuperado su luz
con el Marsella, pero fue una imagen ilusoria. Las lesiones volverían a acudir
a su puerta cuando decidió unirse al Leicester.
En la 86-87, Laurie
llegaría a Vallecas para devolver al Rayo a la primera división, lejos de su
mejor nivel. Tras esto, pasó sin pena ni gloria por Wimbledon -pese a que
fueron campeones de la F.A. Cup- y Charleroi. Retornaría al Rayo un año después para dar sus
últimas patadas al balón, aunque él jamás sabría que este sería su último año
como profesional. Las lesiones ya habían apagado su estrella, pero la carretera
quiso engrandecer su tragedia. En la madrugada del 15 de julio de 1989 el
extremo inglés se despidió del mundo en un desafortunado accidente de coche.
El último eslabón de toda una cadena de infortunios. La suerte se terminaba de cebar con aquel hombre que hizo aplaudir al
anfiteatro blaugrana. Al igual que Serge Chaloff, a los 33 años dejaría un hueco en los corazones de sus incondicionales. Si hablé de Chaloff al comienzo es por la semejanza en sus mitos. Quizá también por las señales de admiración que
fueron dejando en sus mejores momentos. Uno eterno en el sonido de su saxofón,
otro en el de las redes al agitarse junto al esférico. Uno en los más
exclusivos clubs de jazz, otro en los templos balompédicos de Inglaterra y
España. Uno en la música negra, otro en un deporte de blancos…
Pero ambos
inmortales en un aplauso.
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