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Los Magiares Mágicos (foto: Wikipedia) |
Aquel que haya
escuchado sinfonías de Antonín Dvorak o a Brahms tendrá una noción de lo que
supone verse envuelto por la magnificencia sonora de la Centroeuropa bohemia.
Composiciones melódicas que han dejado una huella en tantos salones de bailes,
que aún a día de hoy estremecen y embriagan. Que hacen fluir, como si de un Danubio azul nos tratásemos, situados en el
atril del señor Johann Strauss. A mí, personalmente, me maravilla fantasear con
que tras nuestros pasos hemos cargado con nosotros una colección de partituras
hermosas. Supongo que la humanidad siempre ha preservado adentro de sus mentes
aquello que le emociona, y es por ello que en este instante os estoy narrando
esto. No obstante, la danza que os presentaré a continuación no se trata de una
de las Danzas húngaras de Brahms, sino
que esta se interpretó sobre cal, césped y sudor añejo.
Para ello debemos ubicarnos unas décadas atrás. En este, nuestro mundo de la pelota, existía un país que había maravillado a propios y extraños en los años 50, pero que se disponía a dar sus últimos pasos de baile en el panorama internacional. Con el sobrenombre de Magiares mágicos, la selección húngara de fútbol fue autora durante estos años de auténticas cátedras de balompié, y sus múltiples hazañas así lo acreditan. Bajo la dirección de Gusztáv Sebes, esta orquesta llegó a hacerse con galardones como el oro olímpico en Helsinki 1952, y se convirtieron en el primer combinado internacional en vencer a la selección inglesa en Inglaterra, tras el conocido como Partido del Milenio, que finalizó con un resultado de 3-6 a favor de los visitantes. Las 100.000 personas que acudieron a Wembley ese 25 de noviembre probaron una pequeña píldora de lo que a día de hoy muchos expertos consideran un antecedente del fútbol total.
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La salida al terreno de juego de Hungría e Inglaterra. (foto: www.storiedicalcio.altervista.org) |
No obstante, su obra maestra pudo haberse compuesto en el Mundial de 1954. Suiza se preparaba para acoger a las mejores selecciones de todo el mundo, y los magiares partían como favoritos desde el inicio de la competición. Un equipo formado por un vanguardista en la posición de portero-líbero como Gyula Grosics, y que en su juego ofensivo reunía a una jauría de talentosos galgos, como Zoltán Czibor y Sándor Kocsis. Por encima de todos ellos, un distinguido comandante galopante, que formó parte del uno de los mejores equipos que el Real Madrid haya tenido en su historia: Ferenc Puskás. Los húngaros se plantaron en la final tras vapulear a selecciones como Corea del Sur o Alemania del Este, y eliminando a las dos anteriores finalistas del Mundial: Brasil y Uruguay. Tan sólo una cita con Alemania en el Wankdorfstadion de Berna los separaba de su corona, y todo el mundo daba por hecha la victoria magiar. Sin embargo, lo que a priori parecía un plácido vals se tornó una trágica canción gris de bombardino. A pesar de ponerse 2-0 por delante en apenas diez minutos de encuentro, los alemanes supieron manejar el partido, y llevar a cabo una remontada inédita, que los dirigiría hacia su primera estrella. Bajo la lluvia, el 2-3 fue el resultado final del llamado Milagro de Berna, y supuso el principio del fin para esta selección húngara.
Este sería el último
recital de los Magiares Mágicos como
selección, pero sus historias no acabaron aquí. En 1956, el líder Imre Nagy se
rebela contra las políticas impuestas por la URSS y comienza la conocida como
Revolución de Hungría. Con ella se conforma un periodo convulso de múltiples
revueltas, inestabilidad, pero sobre todo, un periodo en el que se trata de
hacer cambios. Por este motivo, muchos de los jugadores de aquella selección,
que se encontraban en una gira de amistosos en el momento de la sublevación,
decidieron cambiar de hogar y buscar equipo por el resto de Europa. El fútbol
magiar, que tanto maravilló al resto del mundo, inició su particular juego de
sillas musicales. A países como Italia y España llegaron esos Puskás, Czibor o
Kocsis, que forman parte de uno de los episodios más nostálgicos de este
deporte. También entrenadores y mentores de este prototipo del fútbol total, y
defensores del innovador sistema 4-2-4 como György Sárosi o Béla Guttman
probaron suerte en nuevos horizontes. Todos estos elementos convergieron, pero
Puskás fue el único que se coronó en su llegada, al conquistar Europa con un
Real Madrid de leyenda. Sin embargo, fue la Copa de Europa del 1960 la que
conjugó con exactitud el mito magiar. En mi opinión, un reflejo magnífico de lo
que supuso Hungría para el fútbol durante esa época.
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El Wankdorfstadion de Berna, antiguo campo del BSC Young Boys, en la final del Mundial de 1954. |
Después de 5 años de
hegemonía, el Real Madrid de los Gento, Di Stefano y Puskás buscaba conseguir
la sexta Copa de Europa consecutiva, pero ese no sería su año. En octavos se
enfrentaron a un rival en ciernes como el Barcelona, que con Ramallets en portería,
y con Kocsis, Kubala y Czibor en la ofensiva suponía un esbozo de lo que había
sido la selección húngara. Tras un empate por 2-2 y una victoria por 2-1 caía
el principal favorito, y el Barça recogía su testigo para abrirse camino hacia
lo que pudo haber sido la primera Copa de Europa culé, y la sexta consecutiva
para un club español. Mientras tanto, el Benfica de Béla Guttman hizo lo propio
con el Ujpesti Dosza húngaro, hurgando en la herida que supuso esta fuga de
talentos para el balompié magiar. Más allá de estos enfrentamientos, anecdótico
es añadir que otro equipo que pasó de ronda, y que además aspira al retorno a
competiciones europeas este año fue el Burnley inglés. Los británicos pusieron
fin durante esa temporada al recorrido del Stade de Reims hacia la orejona. Un balón de oro como Raymond Kopa,
que apuraba sus últimos años de brillantez en su equipo de siempre, cedió ante
unos Clarets que habían sido campeones
de liga en la anterior campaña.
Por otra parte, la
carrera de los ingleses se vería frenada en seco en los cuartos de final. El
Hamburgo del ilustre Uwe Seeler conseguía de este modo un puesto en
semifinales, junto al Barça de los magiares y al Benfica de Guttman. El Rapid
de Viena fue el último en hacerse un hueco en las semifinales, y los cuatro se
disputaron las plazas de finalista, pero los dos finalistas estaban escritos de
antemano. Algo parecía estar diseñado en esta Copa de Europa, que reservó un
último baile para los húngaros, siendo estos, sin ninguna duda, los
protagonistas de la edición. El Benfica pasó con contundencia ante el Rapid de
Viena austríaco, y el destino quiso que los goles fuera de casa le diesen al
Barcelona de los magiares mágicos su oportunidad de redimirse en una final. Es
más, fíjense si este baile estaba reservado para los húngaros, que el escenario
de la final no era otro sino el que acogió el Milagro
de Berna. En efecto, el último gran baile de estos húngaros volvía a ser
en el Wankdorfstadion.
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Sandor Kocsis, Ladislao Kubala y Zoltan Czibor con la zamarra blaugrana. (foto: SPORT) |
La final, como
pueden imaginar, al igual que un baile tuvo de todo. Goles y agonía, lágrimas y
euforia a partes iguales, pero sólo hizo campeón a uno de los dos. El primer
gol lo anotó el tremendo cabeceador Sándor Kocsis en el minuto 20, y puso por
delante al Barcelona, pero a la postre de poco iba a servir este tanto. El
fantasma de Alemania se le apareció en el campo a los húngaros blaugrana, que
minutos después contemplaron como las águilas
lisboetas sobrevolaron la línea de gol en hasta tres ocasiones. La
segunda, además, fue especialmente sangrante. Ramallets, legendario meta culé,
quiso poner la mano para despejar un cabezazo que veía llovido del cielo con la
mala fortuna de que el balón encontró el larguero, y consecuentemente, el fondo
de la portería. Para concluir, Zoltan Czibor daría un último paso de baile, y
acortaría la desventaja a falta de un cuarto de hora para el final, pero ese
partido ya estaba escrito. El 2-3 volvía a imperar nuevamente en el marcador de
Berna, y el único húngaro que festejaba era el técnico del Benfica, Béla
Guttman. La canción gris de bombardino
volvía a copar la partitura magiar.
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Eusébio y Béla Guttman, miembros de un Benfica de leyenda. (foto: ABC) |
Guttman, por su
parte, revalidaría el título al año siguiente, y descubriría al mundo al mejor
jugador portugués -con permiso de Cristiano Ronaldo- de todos los tiempos:
Eusébio. Tras esa victoria, se produciría su episodio más célebre. El
entrenador pidió un aumento de sueldo que la directiva del Benfica se negó a
pagar, y él, notablemente enfadado, arrojó una "maldición" sobre el
club portugués al afirmar que 'sin él en los banquillos no volverían a ganar
jamás la Copa de Europa'. 56 años después su premonición sigue siendo cierta,
pero la gente suele obviar otra maldición que el húngaro perpetró. Una que
privó a una generación de jugadores como Zoltan Czibor o a Sándor Kocsis de la
gloria, y que aún vive entre los recuerdos de un campo que actualmente ya no
existe. El Wankdorfstadion fue demolido en 2001, y con él se fueron las gradas
y las porterías que vieron bailar tragedia a esos húngaros mágicos. No
obstante, como dije al comenzar, la humanidad siempre tiende a recordar aquello
que le emociona. Será por ello que a los románticos del fútbol nos cuesta tanto
olvidar esas canciones grises de bombardino…
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