EL ARCOÍRIS MÁS BUSCADO

(foto: Eurosport)

A las 17:05 de la tarde del 27 de septiembre, tres días antes de la gran cita, Jesús Herrada escribía un duro tuit contra la compañía aérea Iberia. Mientras los Alaphilippe, Van Avermaet, Yates o Dumoulin reconocían con tranquilidad y esmero el duro recorrido del Mundial de Innsbruck-Tirol, la selección española de ciclismo estaba tirada en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, esperando y desesperando por un nuevo vuelo, que les llevaría a hacer escala en Múnich para poner rumbo definitivo a tierras austriacas. 

Tres días antes, la España que se había entrenado -no sin polémica- en Sierra Nevada, no tenía más táctica que la de "los corredores saben quién es Valverde y quiénes son ellos", según apuntaba el propio seleccionador Javier Mínguez a MARCA, quien también afirmó que "no hemos hablado de papeles".

Tres días después, la acción. Rellenar los botellines de agua, hinchar las ruedas, sacarse los pinganillos y atarse las zapatillas. Más de cien locos dispuestos a llevar su cuerpo al límite para recorrer 265 kilómetros, entre ellos nueve puertos de montaña, con el simple premio de que el vencedor acabará el día vistiendo un jersey distinto y con una medalla dorada colgada al cuello. Una nueva prenda y un nuevo metal. Para cualquier mundano, algo insignificante comparado a semejante castigo a infligir al organismo. No así para el ciclista y el ciclismo de verdad. Estos son totalmente contrarios a ello.

Mucho ambiente de ciclismo en el recorrido. (foto: UCI)

Este domingo vimos gran ciclismo, hay que decirlo. A pesar de que algunos temían que la carrera no explotara hasta el temible muro del Gramartboden, pronto se demostró que no sería así, que iba a haber cera. El primero en comprobarlo fue el que había dado lustre a unas tres últimas ediciones en las que la emoción había brillado por su ausencia hasta su aparición. Peter Sagan dijo adiós a la cámara a falta de tres vueltas y noventa kilómetros a meta, consciente de que este año no era para él y que le tendrían que guardar el arcoíris hasta la próxima, en Yorkshire.

Para esos momentos, Italia y, sorprendentemente, España se estaban mostrando como las dos selecciones más implicadas, las interesadas en provocar movimientos en el pelotón y las más capaces de filtrar a sus integrantes en las potenciales "fugas buenas". Fruto de este ritmo, hombres que partían con ciertas opciones, como es el caso de Wellens, Kwiatkowski, Simon Yates, Dan Martin, Zakarin o Poels se dejaron cualquier opción cediendo "de maduros" lejos de la parte clave de la carrera.

Italia y una España muy disciplinada y coherente -algo que no veíamos hacía mucho, mucho tiempo- siguieron buscando el control en la última aproximación del día al Igls, cuando apareció Holanda. La oranje movió el árbol para intentar allanar el terreno a Dumoulin, primero con un ataque de Tolhoek, luego con el de Steven Kruijswijk y finalmente con el de Sam Oomen, que terminaron por cazar a la fuga y desarbolaron por instantes a transalpinos y españoles, sacando de la cabeza del pelotón a sus hombres y descolgando por detrás a Nibali y Enric Mas.

Iba a ser su día. Iba. (foto: Twitter)

En ese definitivo paso por el Igls abrió distancia el danés Michael Valgren, ganador de la Omloop y la Amstel este año, que puso todo su empeño en que su aventura en solitario llegara a buen puerto, pero estaba destinada al fracaso. En parte por lo arriesgado de su decisión -que siempre se agradece- y porque un equipo al que apenas habíamos visto hizo acto de presencia. De Francia solo habíamos percibido hasta ese instante que por ahí andaba Thibaut Pinot y que a Barguil le había mirado un tuerto en la salida. Guardándose al favorito, al aprendiz, a Julian Alaphilippe.

Y tan guardado estaba, que cuando llegó el momento de la verdad, se quedó clavado. El de Quick-Step no pudo con las durísimas rampas del Gramartboden, o como lo conocen por allí, el Höll, que significa "infierno". Aún le queda al aprendiz. Con el pelotón resquebrajándose a base de gente retorciéndose del dolor de semejantes rampas que alcanzaban el 28%, Michael Woods, con el maillot de Canadá enfundado, encontró el resquicio de fuerza para probar un movimiento y seleccionar del todo la carrera. A su rueda aguantaron el galo Romain Bardet, el italiano Gianni Moscon y el español, el eterno Alejandro Valverde. Con Moscon perdiendo terreno -para alegría de muchos- y Dumoulin intentando conectar con su particular ritmo, llegó el descenso. Cuatro hombres se iban a jugar el arcoíris.

Por una vez, la cordura se impuso a su favor. Valverde, sabedor de ser el más rápido de los cuatro con opciones reales, vigiló a sus rivales en la bajada y en el llano posteriores al puerto. Incomprensiblemente, ni Michael Woods ni Romain Bardet intentaron poner nervioso al murciano en la aproximación a meta, quizás esperando la llegada definitiva de Dumoulin, lo que, por otra parte, hubiera sido aún peor para sus intereses.

Con Sagan, quien le entregó el oro, de fondo, celebró Valverde su conquista. (foto: Jozeb Jakubco)

Ante esa situación, Valverde llegó a un terreno donde se mueve como pez en el agua, e hizo perfecto el trabajo más que correcto de todos sus compañeros de la selección española. Con un sprint larguísimo, lleno de 38 años de coraje e ilusión, el sueño se convirtió en real. La impotencia de fracasos del pasado se tornó en un llanto incontrolable, mezclado con una sonrisa de alivio. Como si fuera un cadete, Valverde celebró su enésima, y quizás más importante, victoria en esto del ciclismo.

Plata en Hamilton 2003, plata en Madrid 2005, bronce en Salzburgo 2006, bronce en Valkenburg 2012, bronce en Florencia 2013 -qué esperpento, todavía hoy...-, bronce en Ponferrada 2014. El ciclismo, ese que tanto le había dado, le seguía debiendo algo. Esta vez, ni una nueva cuestionable preparación de la temporada, ni las prisas desde Granada a Innsbruck antes mencionadas y ni siquiera una mala lectura de carrera -por favor Florencia- serían excusas ni se cruzarían en su camino al arcoíris.

Me reservo este último párrafo para una opinión más personal. No se puede negar, Valverde es un ganador más del pasado que del futuro. Diez años de edad más que el anterior campeón es una generación de diferencia, pero el murciano, empeñado en vivir en una eterna juventud a pesar de trabas como la caída grave del Tour'17, se resiste a aceptarlo, para jolgorio de sus aficionados, que olvidan su pasado, y resquemor de sus detractores, que no recuerdan que pagó por sus errores. Disfrutemos de este Valverde y del arcoíris de 2019, y también seamos críticos. De esta forma, quizá algún día todos podamos celebrar juntos, sin dudas y sin el papel albal conspiranoico en la cabeza el triunfo de un ciclista en lo más alto de su profesión.


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